Aquel disparo fortuito en la Semana Santa de 1956 acabó con dos vidas. Una, la del infante Alfonso y dos, la de su madre, la condesa de Barcelona. Esta es la historia de una mujer que hizo frente a exilios, bodas orquestadas, muertes de hijos y tuvo que ejercer de incómoda mediadora entre dos hombres que jamás se entendieron.
María de las Mercedes Borbón y Orleans fue princesa por concesión y condesa por su enlace con Juan de Borbón, su primo tercero. Pero, por encima de todo, fue madre de rey. Ella, que tuvo que abandonar deprisa y corriendo su adorada Sevilla cuando se proclamó la Segunda República, fue la mujer que engendró al hombre que restauró la monarquía 40 años más tarde.
Una sevillana muy bética nacida en Madrid
Nació en Madrid en 1910, pero siempre se sintió más vinculada a Sevilla, donde se mudó siendo una niña. Tanto es así, que se le llenaba la boca cuando decía eso de “viva el Betis manquepierda”. Su hogar estaba muy cerca del estadio del Betis y su afición por el fútbol le acompañó hasta final de sus días.
Con la instauración de la república en 1931, ella, al igual que todos los miembros de la realeza, se vieron obligados a abandonar España. La condesa de Barcelona no volvería a pisar su hogar hasta el año 1976, cuando su hijo ya era rey.
María de las Mercedes Borbón y Orleans se instaló, primero en Cannes y después en París. De visita en Roma, con motivo de la boda de su prima, la infanta Beatriz, se estableció que se casaría con el hermano de esta, Juan de Borbón; el heredero al trono español. Alfonso XIII siempre la había tenido en altísima estima, e, incluso, acostumbraba a hacerle bromas sobre su fuerte carácter. “¡María ‘La Brava!’”, le solía gritar cuando veía a la jovencita de nervio afilado.
El ajuar de joyas que recibió María de las Mercedes de manos de su suegro, Alfonso XIII
La decisión estaba tomada y, quizás, ella poco pudo hacer más que acceder. A pesar de su temperamento, sabía que esta era la decisión correcta y para la que había sido educada. Este sí vino envuelto en diamantes y perlas; puesto que contó con un llamativo ajuar que le hizo entrega su suegro.
Las joyas de la familia fueron puestas a punto para deslumbrar a su futura dueña. En total fueron 16 piezas de incalculable valor, entre las que encontramos alhajas como La Rusa, una de las tiaras favoritas de Letizia y que, por supuesto, también ha lucido doña Sofía. Se trata de una corona que perteneció a la reina María Cristina y que recuerda a las diademas que usaban las campesinas rusas, de ahí su nombre. La corona, realizada en platino, cuenta con brillantes y perlas, que recorren la pieza con forma de lágrima invertida. Además, otra de las exquisiteces que perteneció a María Cristina y que recibió la novia fue un collar de 25 perlas naturales de gran tamaño, a juego con unos pendientes tocados por unos diamantes.
De la colección personal de la infanta Isabel, que ha pasado a la historia como ‘La Chata’, también hubo algo: un collar, unos pendientes y una pulsera con dibujos de flor de lis, que vimos usar a la infanta Elena de Borbón en su boda con Jaime de Marichalar.
No había sido un mal acuerdo para una joven como ella. María de las Mercedes se casaba con un ‘rey en paro’, sí, pero un rey al fin y al cabo. Juan, de lo más bromista, se lo solía llamar a sí mismo; quizás con la ligereza del que no se imaginó convertido en monarca. Y es que él, el tercero de sus hermanos, no estaba llamado a portar la corona, pero los problemas de salud de estos, uno sordo y el otro hemofílico, les descartaron como posibles soberanos. Los designios de la sucesión son caprichosos a veces.
Boda en Roma, cuatro hijos y dos dramas
Y se casaron. Era lo que había que hacer. Juan debía encontrar una chica de unos orígenes como los suyos y tener hijos. No había una opción alternativa. María de las Mercedes engendró a su primera hija, Pilar, y después a Juan Carlos, Margarita y Alfonso.
La vida parecía idílica, pero nada más lejos. Los seis se habían instalado en Lausana (Suiza) con la intranquilidad del exiliado, con la maleta siempre lista para, en cualquier momento, volver a cambiar de casa. A este miedo, María de las Mercedes sumaba la angustia provocada por la enfermedad de su hija. Desde que Margarita era muy pequeña, su madre notó que había algo fuera de lo común en la bebé. Esta no era capaz de dirigir la mirada hacia donde le señalaban sus padres, ni, tampoco, parecía reaccionar cuando sus hermanos pasaban sus manos por delante de ella. La niña había nacido sin retinas, una condición que la convirtió en ciega desde su nacimiento.
Afortunadamente, para Margarita esto no era mayor problema que un doloroso extra de caídas, que suplía con buena voluntad y espíritu animoso. Al ver el buen talante de su hija haciendo frente a la adversidad, la duquesa se sentía, en cierta manera, tranquila. Pero esa tranquilidad se vino abajo aquella tarde de Jueves Santo de 1956.
"Se me paró la vida"
Entonces la familia Borbón se había instalado en Estoril (Portugal) y ahí parecía que habían encontrado su hogar definitivo. María de las Mercedes y Juan de Borbón vivían con sus cuatro hijos en una modesta casa que la condesa llamó ‘Villa Giralda’, en guiño a sus raíces sevillanas. Juanito, que ya tenía 18 años y estaba cumpliendo con el servicio militar, estaba pasando las vacaciones con ellos cuando, tras volver de misa, se puso a jugar con su hermano menor, de 14 años, y un arma. Se trataba de un revólver pequeño que los dos adolescentes pensaban que estaba descargado, pero que no lo estaba. El disparo sonó en toda la calle e hizo retumbar las paredes de la vivienda.
"Júrame que no lo has hecho a propósito” fue lo único que acertó a decir el conde marino cuando se encontró a su hijo pequeño con un disparo en la frente y tumbado sobre un charco de sangre. El mayor negó con la cabeza, incapaz de articular palabra. Se dice que no recuerda ni el disparo que acabó con la vida del niño.
“Estando el infante don Alfonso de Borbón limpiando un revólver con su hermano, la pistola se disparó, alcanzándole en la región frontal, falleciendo a los pocos minutos. El accidente sucedió a las veinte horas y treinta minutos al regresar de los oficios del Jueves Santo, donde había recibido la sagrada comunión", se leía en el comunicado oficial que fue emitido y que exculpaba a Juan Carlos de lo ocurrido. Un fatal accidente, concluyeron. Décadas después, la periodista Pilar Urbano recogería diferentes testimonios de personas cercanas al rey que aseguraban que él había apretado el gatillo en un error que jamás se perdonó a sí mismo. Como tampoco lo hizo su padre.
La muerte de Alfonso marcó en negro la historia de la familia. María de las Mercedes no le culpaba, pero estaba sumida en una profunda depresión de la que le costó salir. Necesitó ser internada en varios sanatorios y su pena la trató de amortiguar con infinitos tragos de alcohol. Todo era poco para adormecerse de aquel dolor que le provocaba la muerte de su pequeño. Visitó clínicas en Suiza y Alemania para tratar de dejar atrás todo lo ocurrido, aunque nunca lo consiguió. “Se me paró la vida”, le diría años más tarde a Urbano.
Mediadora en la tensa relación paterno-filial
A estas circunstancias se le sumaba ser juez de línea en otro conflicto padre e hijo. Cuando Francisco Franco eligió a Juan Carlos como su sucesor, por delante de su padre, don Juan entró en cólera. El joven no se atrevía a decírselo a la cara, pues sabía la respuesta enfurecida que encontraría. De ahí que se lo dijera vía carta. “Dile a Juanito que estoy muy contenta. Que sepa que yo me ocupo de que aquí no se hagan tonterías”, le dijo María de las Mercedes a su secretario, cuando fue la primera en leer la misiva. Pero ni por esas, don Juan estaba profundamente molesto con su hijo, aunque este no había tenido nada que ver en la decisión unilateral del dictador. Al resentimiento por la muerte del infante Alfonso le sumó esta otra decepción que condenó para siempre la relación paterno filial.
Finalmente, el 22 de noviembre de 1975, Juan Carlos se convertía en el jefe de Estado, mientras sus padres aún permanecían en Estoril. El nuevo monarca les rogó que regresaran, pues deseaba tener cerca a su madre, y en 1976 se produjo la vuelta a España de los condes de Barcelona. El matrimonio se instaló en un chalet en Puerta de Hierro, al que nombraron, como no podía ser de otro modo, como 'Villa Giralda'. Y desde ahí, María de las Mercedes pudo escuchar las retransmisiones de su amado Betis, recuperar contacto con antiguas amistades, acudir a los toros y disfrutar de una familia (a ratos) bien avenida.
Enviudó en 1993, cuando Juan de Borbón falleció a consecuencia de un cáncer de laringe; a ella tardó una década más en visitarle la muerte.
Pudo ver casarse a muchos de sus nietos, a Cristina y a Elena por ejemplo, aunque no a Felipe; vivió con la salud mermada los últimos años de su vida debido a unas complicadas fracturas en el fémur que la dejaron con la movilidad muy restringida. Obtuvo la insignia de oro del Real Betis y acudió al estadio Benito Villamarín a recoger el broche de brillantes y, en definitiva, aprovechó su vida post exilio.
La Nochevieja de 1999, para despedir el milenio, Juan Carlos quiso hacerlo alejado de la tradicional nieve y optar por la calidez de las islas. La familia al completo se trasladó hasta La Mareta, la casa en Teguise (Lanzarote) que Hussein de Jordania había regalado a la Familia Real. El viaje, que debía ser alegre y esperanzador; se volvió amargo cuando la matriarca de los Borbones no despertó de su siesta. Fue una muerte repentina y plácida, que le permitió, al fin, reunirse con el hijo que llevaba 44 años añorando.