"Por si a alguien se le olvidaba: yo soy la Reina. El pasado, pisado". Parecía decir Letizia cuando se acercaba a la iglesia catedral de las Fuerzas Armadas, donde tendría lugar el funeral por la memoria de Juan Gómez-Acebo y se reencontraría con toda la familia de su marido, incluyendo a Juan Carlos I; casi una némesis para ella.
Felipe VI y Letizia llegaron con paso sereno y confiado. La multitud les vitoreaba. Ella, incluso, indicó a su marido que se detuviera y saludara al gentío que coreaba sus nombres. La consorte paladeaba ese instante en el que recibía el cariño de un pueblo. Aquella pausa era un golpe de efecto. Un reclamar su sitio. Como también lo fue el look que escogió para la ceremonia.
La historia del collar 'solo para reinas' de Letizia
Letizia vestía de negro, elegantísima, con su cartera de mano favorita y ‘kitten heels’ destalonados. Pero el punto fuerte de todo su estilismo era la pieza, de valor incalculable, que prendía de su cuello. Un collar de perlas que perteneció a Isabel II, y con la que ella les recordó a todos quién es la Reina.
Detengámonos por un momento en la joya. Este collar es una de las piezas más especiales del joyero real, de hecho, es su alhaja más antigua. Perteneció a Isabel de Borbón y fue un regalo de su marido, Francisco de Asis de Borbon. Esta monarca, apodada la ‘Reina de los Tristes Destinos’, puesto que vio cómo la monarquía tocaba a su fin con la proclamación de la Primera República, le encantaban las piedras preciosas. Tenía un gusto exquisito para elegir sus joyas y, para conquistarla, no había nada mejor que regalarle una. Francisco de Asís de Borbón lo tuvo claro desde el principio; por eso, cuando llegó su gran día, le hizo entrega de una auténtica reliquia familiar que había pertenecido a su madre, la princesa Luisa Carlota de Borbón-Dos Sicilias. Se trataba de un collar de varias decenas de perlas naturales de gran tamaño, lo que lo convertía en un accesorio verdaderamente único.
No había otro como el collar de Isabel II. Ella sentía fascinación por la pieza, que, además, tiene un broche de diamantes que lo convierte un modelo aún más exclusivo si cabe. La monarca le tenía un enorme cariño y le gustaba mostrarse en público luciendo la joya. De hecho, hasta pidió ser pintada con él en numerosas ocasiones, dejando bien clara su predilección por la gargantilla.
El collar de una reina que lo perdió todo
Pero ¡ah! Las cosas empezaron a torcerse. Era 1868 y el pueblo español pasaba verdaderas penurias. Tras la regencia de su madre, la reina María Cristina, Isabel subió al trono cuando solo era una niña. Tenía 12 años cuando declararon su mayoría de edad y que ya era apta para reinar. Pero no lo era. Solo era un peón en manos de unos y de otros que miraban por sus propios intereses, sin tener en cuenta qué era lo mejor para el pueblo.
Con una reina tan joven al mando, resultaba fácil distraerla con piedras preciosas, sedas y delicados encajes. La hija de Fernando VII estaba en el centro de todas las miradas. Su comportamiento era tachado de todo menos de responsable; pero lo cierto es que solo era una chiquilla mal aconsejada.
Las inestabilidades políticas eran constantes, lo que provocó el auge de los movimientos republicanos y liberales, que buscaban derrocar a la reina. Finalmente, tras la revolución de 1968, Isabel no pudo aguantar la presión y acabó fugándose de España.
El exilio fue una época convulsa. Isabel II vivió en París hasta el año 1904, cuando falleció. El día a día en la capital francesa era caro y ella necesitaba dinero de manera urgente para seguir manteniendo su nivel de vida. Su mecanismo para lograrlo fue vendiendo algunas de aquellas joyas que tan feliz la habían hecho tiempo atrás. De su colección personal salieron rubíes, brillantes y esmeraldas; pero se negaba a deshacerse del collar más especial de toda su colección. Este representaba el amor de su marido y padre de sus 11 hijos; de los cuales, solo cuatro llegaron a la edad adulta.
El momento más humillante para Isabel II
En esa época se perdieron grandes tesoros que no han llegado hasta el joyero real de hoy. De lo poco que se puedo rescatar por parte de Alfonso XIII, nieto de Isabel II e hijo de Alfonso XII, que falleció con apenas 26 años, fue este collar de perlas que, previsiblemente, fue ‘acortado’. Tal y como datan los archivos de la época, la pieza era notablemente más larga que las 37 perlas originales ahora lo componen. Con los años, el diseño se vio acortado. Lo más probable es que esta decisión no respondiera a un motivo estético, sino a una necesidad económica: a Isabel II le hizo falta vender algunas perlas para salir adelante.
En 1878 se produjo el momento más humillante para Isabel II, quien se veía desposeída de todo aquello que le hizo tan feliz a través de una subasta con la que trató de recaudar fondos para su nueva vida en el exilio. Fueron enormes lotes de joyas, piezas de arte y de decoración. En este momento se sentía como una verdadera desvalida. Su último recurso para recuperar algo de ese preciado tesoro era que sus hijos participaran en la gran subasta y que lo compraran para que, de este modo, la joya no saliera de la familia. Tal y como asegura la historiadora experta en joyas Nuria Lázaro, su hija, la infanta Isabel, cumplió con los deseos de su madre.
El origen de las 'joyas de pasar'
Pero no fue la única vez que las perlas salieron a la venta. Todavía volverían a verse, una vez más, en el catálogo de una casa de subastas. En este caso, quien lo adquirió fue Alfonso XIII, nieto de Isabel II y futuro abuelo de Juan Carlos I. El monarca lo compró sabiendo la historia familiar que albergaba y como regalo para su esposa, Victoria Eugenia de Battemberg.
Con la reina Victoria Eugenia arrancó la tradición del joyero real. Ella fue la que inició esta colección de joyas de pasar, que las monarcas y consortes irían pasando de una a otra. De esta manera, quería proteger las piezas históricas que contaban las vivencias de la familia y que se iniciaron, como no podía ser de otra manera, con el collar preferido de Isabel II. Una pieza solo para reinas y que ahora Letizia luce confiada en las grandes ocasiones. Solo para ella. Solo para la auténtica Reina. Y, en el funeral de Juan Gómez-Acebo, se lo recordó a toda la familia de su marido.