El nerviosismo se apoderó de los novios. Primero de Jaime de Marichalar, y, después, en plena celebración de la boda, de la infanta Elena. El ‘sí, quiero’ de los duques de Lugo nos hizo volver a soñar con los impresionantes enlaces ‘royals’, donde abunda los diamantes, las lágrimas y las anécdotas.
El 18 de marzo de 1995 cambiaba las vidas de Elena de Borbón y de Jaime de Marichalar, quien, tras un noviazgo de un par de años, pasaban por el altar con toda la pompa necesaria. Fue una boda memorable. Y no era para menos. Tras más 80 años sin enlaces de la realeza en España, puesto que, recordemos, el de Juan Carlos y Sofía se celebró en Atenas, las bodas de la monarquía volvían a nuestras vidas. La expectación era máxima. Además, la ciudad escogida para ello, Sevilla, se prestaba a vivirlo todo con un fervor aún mayor.
La locura sevillana se desató con la boda de Elena y Jaime
Los sevillanos y sevillanas se tiraron a las calles, algunas, hasta se pusieron la mantilla, como si también fueran invitadas a las que no les había llegado el S.R.C. Toda la ciudad era un hormigueo incesante de excitación, ilusión y derroche de poderío. 1.500 invitados que deambulaban por la ciudad de Híspalis haciendo turismo y ultimando los de detalles de sus looks. Entre todos ellos, miembros de 39 Casas Reales diferentes. A saber, la griega, el principado de Mónaco, la de los Países Bajos, la británica, de la Brunei… un listado infinito.
El protocolo marcaba que quienes debían acudir al enlace eran los miembros de un rango similar a los contrayentes, es decir, como Elena era una de las hijas del monarca, pero no el heredero, no debían acudir ni reyes ni reinas, pero algunos de estos, por cercanía y amistad con Sofía y Juan Carlos, obviaron esta regla no escrita de las invitaciones ‘royals’.
¿Y por qué Sevilla? Circulan dos teorías al respecto. La primera, la más asentada, la que indica que doña Elena escogió la capital andaluza por el enorme vínculo familiar que le une a ella. Su abuela, la reina María de las Mercedes, vivió en la ciudad del Guadalquivir hasta 1931, cuando tuvo que exiliarse debido a la instauración de la República. Así, a modo de homenaje, la infanta retornaba a uno de los enclaves más importantes para la Casa Real.
La segunda teoría, la más práctica y, probablemente, la real; la desliza la periodista Montse Jolis, desde Lecturas. Estaba más que asegurado que Felipe, al ser el heredero, se casaría en La Almudena en Madrid, mientras que Barcelona parecía la opción más clara para Cristina, que ya vivía en la ciudad Condal. ¿Qué le quedaba entonces a la mayor de los tres hermanos? El sur. La comunidad autónoma más grande del Estado también debía tener su representación en este mapa nupcial, de ahí que se optara por Sevilla, una ciudad con la que, por cultura y tradición, la infanta también se sentía muy próxima. En los días previos se creó toda la narrativa alrededor del homenaje a María de las Mercedes; una explicación que se ha mantenido hasta el día de hoy.
Nervios, errores de protocolo y falta de ensayo
Teníamos a los novios, la ciudad, los invitados… había que elegir las diferentes ubicaciones, las de los servicios religiosos y, también, la de la celebración posterior. Era más que evidente que el sí quiero’ debía producirse en el Altar Mayor –solo reservado para personas de la realeza- de la catedral de Santa María de la Sede, y así se convino desde primer momento.
Los novios fueron extremadamente puntuales y no hicieron esperar a ninguno de sus invitados. La llegada de Jaime de Marichalar, del brazo de su madre, Concepción Sáenz de Tejada, no estuvo exenta de nerviosismo, puesto que novio y madrina no sabían por dónde debían entrar. Entonces se produjo la primera anécdota del día. Parece que la ceremonia no fue ensayada, ya que los protagonistas fueron conducidos hasta la Puerta de Palos, cuando debían entrar por la Puerta de Campanillas, ubicada unos cuantos metros más alejada de la otra. Tras el desconcierto inicial, madre e hijo tuvieron que rectificar su camino.
Pocos minutos más tarde, la comitiva real salía de los Reales Alcáceres, donde se hospedaba la Familia Real, mientras que la familia del novio y el resto de invitados de la realeza lo hacían en el histórico hotel Alfonso XIII. Un pequeño camino que, tanto como la novia como el resto de sus familiares, recorrieron a pie. Doña Sofía, del brazo de Felipe; Cristina, del de su primo, el malogrado Fernando Gómez-Acebo, y las infantas Margarita y Pilar, hermanas de don Juan Carlos, acompañadas, una por su marido y otra, por uno de sus hijos, Bruno. Y, tras ellos, la puntual novia.
El vestido de novia de la infanta Elena, diseño sevillano con joyas del joyero familiar
A las doce y media del 18 de marzo de 1995, el misterio quedaba resuelto. Al fin todos podíamos contemplar la pieza en la que el diseñador sevillano Petro Valverde llevaba meses trabajando junto a su equipo. Una creación nupcial clásica, con un favorecedor escote cuadrado, mangas francesas y corte princesa realizada en seda natural. El impresionante velo de 4 metros que lució Elena era, cómo no, herencia familiar. La reina Sofía lo llevó en su gran día con Juan Carlos, y también fue el mismo que empleó la reina Federica, abuela de la contrayente, en sus nupcias con Pablo de Grecia.
Las joyas, también estuvieron a la altura de lo que se esperaba de una boda de estas características. Eso sí, nada de coronas ostentosas, a diferencia de Eugenia Martínez de Irujo. En el caso de Elena de Borbón, las piezas escogidas fueron una discreta tiara de inspiración helénica, regalo de la familia del novio y realizada en platino y diamantes, unos pendientes de diamantes y enormes perlas, que le prestó doña Sofía; y una espectacular pulsera, sacada del joyero real. Una pieza emblemática de la colección de la Reina y con una gran historia detrás, puesto que perteneció a ‘La Chata’, la infanta Isabel de Borbón y Borbón.
El 'tierra, trágame', de la infanta Elena ante su padre
El ‘sí, quiero’ tuvo en vilo no solo a toda Sevilla, sino, también, a toda España. La retransmisión del enlace de la infanta y Jaime de Marichalar congregó a medio país frente a sus televisores. Juan Carlos, ex profeso, había escogido a una de las mejores directoras y realizadoras de nuestro país, Pilar Miró, para que todo saliera perfecto. Y salió. El minuto de oro lo tuvo el ‘tierra, trágame’ de Elena, quien, presa de los nervios, se saltó el protocolo y dio el "sí, quiero" antes de mirar a su padre para que este consintiera con la cabeza.
El rey lloró de emoción, los novios sonrieron enamorados y se besaron. Salieron triunfantes de la catedral y se montaron en una calesa del siglo XVIII que les llevó a través de la ciudad hasta la Parroquia del Salvador, donde la novia entregó su ramo. Mientras pasaban, las calles, atestadas de gente, les gritaban ‘¡qué vivan los novios!’ y les tocaban las palmas. Al llegar, los primeros compases de la Salve Rociera hicieron que resbalasen unas lágrimas por el rostro de la recién casada.
Tras tantas emociones, el hambre apretaba y tocaba reunirse con todos los invitados en una celebración que tuvo lugar en el Patio de las Doncellas, uno de los lugares más emblemáticos de los Reales Alcáceres.
El menú fue obra de uno de los restauradores más reputados en Sevilla, Rafael Juliá, cuyo catering, durante años, fue el preferido de la jet hispalense. Para dar de comer a los cientos de invitados, se dispusieron 14 cocinas móviles y varios camiones horno, que se usaban sin descanso para que los platos salieran perfectos hacia las mesas.
Para empezar, los novios eligieron abrir boca con una lubina del Cantábrico, bañada en una salsa de almendras y trufa; se siguió con una perdiz roja en caldo de café y caramelo; y la comida acabó, como manda la tradición, con la consabida tarta. Un postre que, en esta ocasión, tenía decoración borbona, puesto que varias flores de lis, símbolo de esta Casa Real, bordeaban el dulce.
La pretendienta, que no pudo ser, de Felipe
Durante el almuerzo y la fiesta posterior, para sorpresa de todos, las miradas no estaban puestas en los novios sino en dos de los de los invitados. Felipe, que entonces era un joven casadero cuyas parejas no habían gustado a ninguno de sus padres, andaba buscando nueva ilusión. Su madre lo tenía muy claro: la indicada debía ser la princesa Tatiana de Liechtenstein, que, ¡oh, casualidades de la vida! Había sido invitada a la boda.
Doña Sofía hizo todo lo posible para que surgiera el romance entre ambos jóvenes. Pero no hubo manera. De hecho, ambas familias estaban encantadas con la idea de ver emparentar a sus vástagos. De hecho, los Liechenstein pusieron todo de su parte enviando a su hija a estudiar a Madrid, donde, pensaron, además de mejorar el idioma; podría vivir encuentros casuales con Felipe. Encuentros que, de haberse producido, nunca germinaron en lo que ambas familias querían.
Y, aunque Elena y Jaime comieron perdices en su boda, el final de su relación no fue de cuento, precisamente. La pareja, tras dos hijos en común, Felipe Juan Froilán y Victoria Federica, rompieron su matrimonio en 2007 con el eufemismo más histórico de todos, “cese temporal de la convivencia”, que de temporal no tuvo nada. Desde entonces, se evitan y la relación entre los novios que un día derritieron de amor Sevilla no puede ser más gélida.