Antes de que Charlene de Mónaco fuera ‘La princesa triste’, fue la ‘La princesa prisionera’. Aquel 1 de julio de 2011, día de su boda con el príncipe Alberto, se trazó la historia de desencanto y desilusión que ha marcado la leyenda de la sudafricana.
Lo que pasó los días, semanas y meses previos a aquel esperadísimo ‘sí, quiero’ estuvo rodeado de polémica. Todos los ojos se dirigían a la atleta olímpica que cambiaría su espartana rutina de entrenamientos por una mucho peor. Ser miembro de la familia Grimaldi estaba lejos de ser un camino de rosas, como bien ha podido comprobar los años posteriores.
Cuando Charlene leyó sus votos de amor y respeto, lo hacía tragando saliva. Su vida iba a cambiar para siempre. Llegó llorando a la iglesia de Saint Devote. A su lado, su padre trataba de disimular la papeleta. La tensión era palpable.
Los tres (supuestos) intentos de huida de Charlene
Desde antes de la ceremonia, ya circulaban rumores maliciosos que aseguraban que el príncipe y la nadadora no estaban enamorados. En estas versiones, ella cumplía una función meramente instrumental: traer al mundo a un heredero.
Los titulares que dudaban de su amor se contaban por centenas, algo que no ha dejado de ocurrir ni casi 13 años después. Cada ausencia de ella, cada mirada melancólica de la princesa sirve para explicar una narrativa que el pueblo ha preferido ‘comprar’ antes de creerse que, de verdad, se quieren. Por mucho tiempo que pase, las dudas en torno a ellos y a su matrimonio siguen resonando con fuerza.
La rumorología contribuyó a hacer aún más grande la leyenda de esta boda de príncipes y princesas. Uno de los rumores más destacados tuvo que ver con el supuesto plan de escape de Charlene.
El semanario francés L’Express publicó en 2011 que la entonces novia de Alberto había tratado de huir de su destino hasta en tres ocasiones. La primera habría tenido lugar, supuestamente, cuando se publicó que el príncipe era padre de un tercer hijo ilegítimo, que engendró saliendo ya con ella. Wittstock y el Grimaldi fueron pareja 8 años antes del ‘sí, quiero’; y, en ese tiempo, él le habría sido infiel. Finalmente, se comprobó que no era suya la paternidad de ese bebé; pero eso es lo de menos, lo de más es que entonces ella, aprovechando que debía viajar a París para las pruebas de su vestido de novia, habría tratado de buscar amparo en la embajada de Sudáfrica.
El segundo supuesto intento de huida habría tenido lugar durante uno de los momentos grandes del calendario monegasco, el Gran Premio de Fórmula 1. El tercero fue el más arriesgado de todos. El diario aseguraba que Charlene había reservado un vuelo a Niza con la intención de desaparecer de la vida del príncipe volando hasta Sudáfrica. No pudo llegar muy lejos. La leyenda cuenta que fue interceptada en el mismo aeropuerto, donde, como si fuera una delincuente, se le retuvo el pasaporte. Por si corría riesgo de fuga. Había nacido el mito de ‘La princesa presa’.
El mayor secreto del vestido de novia de Charlene
Pero el día llegó. Muy a pesar de Charlene. En el día de su boda conviven realidad y ficción. Si la princesa derramaba lágrimas, estas, claramente, eran por pena, compadeciéndose por ella misma ante el deprimente destino que le deparaba.
Pero la narrativa podría haber sido otra completamente distinta. Podríamos haber querido creer que Wittstock, del brazo de su padre, lloraba de emoción. Y que si después se mostraba tan inexpresiva, como se le criticó, fue fruto únicamente debido a los nervios del gran día. Esta fue la versión que dio la propia novia.
Versiones hay muchas, pero realidad solo una y el dato más objetivo que se puede dar de la boda en dos tandas de Charlene y Alberto es que la princesa estaba espectacular.
Wittstock lució una impresionante creación de Giorgio Armani que resaltaba los puntos fuertes de su atlética figura. El diseñador italiano confeccionó esta pieza buscando crear un modelo icónico, cuyo diseño atemporal perviviera en el tiempo, como el propio que lució Grace Kelly, la madre de Alberto de Mónaco.
Fue un diseño en el que las costureras que trabajaron en su creación invirtieron 2.500 horas de esfuerzo cosiendo uno a uno los 40.000 cristales Swarovski y las 20.000 lágrimas de nácar que llevaba la pieza con una cola de cinco metros de largo.
Recientemente, Roberta Armani, sobrina del diseñador, ha contado que no fue único. Existían dos looks nupciales, uno más oficial y otro, ‘de reserva’. “Era una responsabilidad tan grande que hicimos dos vestidos en caso de que algo le pasara a uno de ellos". El segundo jamás ha visto la luz y permanece en absoluto secreto; quizás, el día de mañana, podría ser empleado por Gabriella, la hija de Charlene.
Una boda carísima que duró dos días
Las celebraciones arrancaron el 30 de junio, por la noche; con un primer concierto al que la novia acudió vestida de un sorprendente azul que nadie esperaba. Lo lógico habría sido elegir el blanco. Pero todos, hartos de tantos rumores, ni siquiera repararon en el color de la pieza. Con que la novia apareciera, ya era suficiente.
Al día siguiente los novios vivieron la ceremonia más íntima, la civil, y el 2 de julio la celebración multitudinaria con cientos de invitados, de Máxima de Holanda a Naomi Campbell. Pero no, no busquéis representación española porque no la hubo. Ni los entonces Reyes, ni los Príncipes de Asturias viajaron a Mónaco. La Corona española dio la espalda a la boda de Alberto. Entonces se dijo que la invitación que habían hecho llegar estaba únicamente referida a Juan Carlos I, y este, al encontrarse aún recuperándose de una intervención de rodilla, no pudo asistir.
Tras la boda religiosa llegó la fiesta nocturna. Charlene volvió a cambiarse de vestido y, para esta ocasión, lució una pieza sin mangas, también de Armani, con pequeñas lentejuelas y unos originales volantes que recordaban al agua, el medio en el que más cómoda se ha sentido siempre la nadadora.
Fueron 48 horas de fiesta que supusieron para las arcas del pequeño estado un total de 45 millones de euros. Un verdadero despilfarro que también fue de lo más criticado.
La luna de miel (por separado) de Charlene y Alberto de Mónaco
Uno puede hacer todas las lecturas que quiera de la boda. De si las lágrimas de la novia eran de alegría, o de pena. De si hubo huida o de sí aceptó con estoicismo su futuro. Pero de lo que no cabe duda es de que tras el ‘sí, quiero’, los recién casados vivieron una luna de miel de lo más atípica. Por separado.
Los príncipes viajaron al país de ella, Sudáfrica, y, en lugar de escoger ambos el mismo hotel, cada uno se alojó en uno distinto. Por cosas así, ellos no necesitan que los demás les construyan la leyenda. Ya se la escriben ellos solos.