La brisa les traía olor a mar y a flores. Si el griterío de los ‘¡qué vivan los novios!’ cesaba, todos podían escuchar las olas rompiendo en la playa. Aquel 7 de diciembre de 2017, en Mustique, Ana Boyer y Fernando Verdasco protagonizaban una de las bodas más románticas de los últimos años.
Los contrayentes habían elegido un lugar absolutamente paradisíaco para su gran día. Una isla privada en el mar Caribe, y un destino que la novia conocía demasiado bien, pues ahí había pasado una de sus Navidades más felices. Fue ahí donde, junto a toda su familia, disfrutó de las últimas fiestas antes de que todo cambiara. Fue el último viaje previo al ictus de su padre, Miguel Boyer, y, también, la última escapada en la que ella pudo ser consciente de lo afortunada que era. Aquel día en el Caribe, quiso volver a tener esa sensación de sentirse la persona más afortunada del mundo. Y, lo cierto, es que lo era. Tenía a su lado a su familia, a su madre, a sus hermanos y se casaba con el hombre al que amaba. ¿Qué más podía pedir? La boda más especial de todas. Y la tuvo.
Ana Boyer, con el vestido más romántico de Pronovias
La mañana del 7 de diciembre despertó invadida por los nervios propios de la boda. A primera hora, Isabel Preysler y Tamara Falcó golpeaban a la puerta de una de las suites de la exclusiva villa ubicada en la bahía de L’Ansecoy, que, en el pasado, había pertenecido a un adinerado aristócrata. Ana Boyer abría y las hacía pasar, su madre y su hermana la ayudarían a vestirse en su gran día y, con suerte, a templar los nervios.
Las tres mujeres contemplaron entonces ese vestido que Hervé Moreau, director creativo en esa época de Pronovias, había creado exclusivamente para la futura esposa. Se trataba de una pieza delicada, romántica y perfecta para casarse en el Caribe. Un modelo de corte sirena, detalles bordados de nácar y cristal, con escote corazón y, quizás lo más especial de todo, unos manguitos desmontables que conferían a la pieza un estilo único.
El resto del look de la novia lo completaban las joyas escogidas, todas de la firma Suárez, con la que su madre lleva años trabajando, y un tocado en la nuca, también de Pronovias, y que potenciaba esa imagen bucólica que se buscaba transmitir. En un ambiente como el propuesto por los novios, apostar por otra clase de estilismo habría sido un tremendo error, así que se apostó por prendas ligeras y poco artificio.
El look del novio: playero y elegante
Fernando Verdasco también abrazó la misma propuesta estética. El novio no se vistió del clásico negro, ni de gris, ni del socorrido azul marino. Él, en un intento de mostrar su versión más caribeña, lució un traje de tres piezas de color beige, perfecto para una boda a pie del mar. A este le sumó una clásica camisa blanca y una corbata con motivos celestes, que hacía juego con el océano que sirvió como telón de fondo.
Fue la boda que siempre habían soñado; una celebración cien por cien a su gusto y estilo. Lejos de miradas de curiosos y solo ante 60 invitados, los precisos. Todos ellos se alojaron en la espectacular villa de lujo de Lord Glenconner, el hombre que en los años 50 adquirió al completo la isla de Mustique. El ‘sí quiero’ tuvo lugar en una pequeña capilla, fabricada en bambú y donde apenas cabían los contrayentes y los testigos.
La boda de las ausencias
Solo 60 invitados pasaron el corte de los novios. Y es que este enlace, además de ser la boda del paraíso, también fue la boda de las ausencias. Como la de Enrique Iglesias, hermano de la novia, porque no quería participar en la exclusiva. Todos le excusaron aludiendo a que “ya lo habían celebrado juntos en Miami”. El cantante no fue el único de los hermanos de Ana que se perdió el ‘sí, quiero’; los hijos mayores de Miguel Boyer, fruto de su relación con Elena Arnedo, no fueron invitados.
Y, entre tanto pariente que no recibió invitación; uno al que sí le llegó, asistió, se divirtió, pero no se le vio. Mario Vargas Llosa fue el asistente fantasma. Al igual que Enrique, tampoco quería participar en los posados ni en las fotos que llevaría la revista en portada; la diferencia entre el Premio Nobel y el músico es que el primero lo pidió y no se le sacó en absolutamente en nada.
El escritor llevaba saliendo desde hacía dos años con la madre de la novia, Isabel Preysler, y, además, hasta vivían juntos. Era uno más en la familia; por lo que su presencia estaba más que asegurada. Eso sí, él impuso sus condiciones, aquellas con las que no estaba de acuerdo. En aquel tiempo, corrieron rumores de que los dos enamorados se habían casado, aunque lo cierto es que él nunca se ha llegado a separar de su esposa (y prima) Patricia, con quien, tras romper con Isabel, ha retomado la relación.
Julio José, el mejor padrino que Ana pudo tener
Cuando Ana Boyer estuvo peinada y maquillada, su madre y su hermana la contemplaron emocionadas. Entonces, Julio José se personó en la puerta de la habitación. La novia habría querido que su padre le acompañara hasta el altar en este día, pero hacía 3 años que eso ya no era posible. Ante esta contingencia, tener un brazo como el de su hermano era perfecto. Julio era la persona indicada para hacerle sentir segura, alguien que le repitiera lo guapa que estaba, y que, de camino, le hiciera reír con alguna de sus bromas. Solo así podía templar los nervios. Juntos, en un Fiat 500 descapotable de lo más retro, recorrieron la última distancia de soltera que le quedaba a la novia.
Mientras esto ocurría, a Ana Boyer se le amontonaban los pensamientos. La mayor parte de ellos giraban en torno a lo afortunada que era por tener a dos mujeres como su hermana y su madre al lado, a quienes les parecía ver más guapas que nunca. Isabel no decepcionó con un doble vestido de Georges Hobeika Couture en color perla, con tirantes y con una pieza transparente superpuesta de manga corta y con bordados de flores.
Por su parte, Tamara Falcó, que entonces estaba en su momento más emprendedor con su firma, TFP by Tamara Falcó, optó por un vestido de invitada que decepcionó a los fans de la ‘socialité’. La pieza, diseñada por ella misma, no le favorecía, ni por el color ni por el patronaje, que le hacía unas bolsas extrañas y no se le ajustaba bien a su silueta. Remató el look con una corona de flores, que remarcaba ese estilo ninfa del bosque que la marquesa pretendía transmitir. Entendemos la referencia, pero, lamentablemente, la ejecución no fue la mejor.
Mucho más acertada estuvo Tamara Falcó en su función como la ‘wedding planner’ de la celebración. Su hermana confió en ella toda la organización del evento y esta no defraudó. Seleccionó todo, desde la música, a la decoración, pasando por el ambiente romántico que rodeó toda la ceremonia y fiesta posterior. La joven, que no era especialista en estas lides, demostró que podía estar a la altura de lo que esperaba su hermana y le organizó una boda de ensueño.
Fue un ‘sí, quiero’ más que privado, blindado. Detrás de las fotos del enlace y de todos los detalles del mismo se escondía la revista con la que los novios habían firmado la exclusiva. ¡Hola!, que también se encargó de llevar en su portada las imágenes del gran día de Tamara, hicieron lo mismo pero a miles de kilómetros con su hermana. En esta ocasión, dado que la isla era completamente privada y el acceso a la misma está muy controlado, era mucho más fácil mantener a salvo el secreto. También jugó a favor de la misma que solo estuvieran invitadas apenas 60 personas, en comparación con las 400 que vieron declararse su amor para toda la vida a Falcó y a Íñigo Onieva.
Una capilla de bambú, una cena ligera y el mejor ambiente
Cuando Ana y Julio descendieron del vehículo vintage, los aplausos inundaron la pequeña isla. Fue la misma algarabía que volvió a despertarse cuando les declararon marido y mujer. Los testigos, que corrieron por cuenta de novio, eran muchos amigos de profesión del tenista, entre los que se encontraba Feliciano López, Garry Toussaint o el hermano de Fernando; todos vestidos de la misma marca que diseñó el traje del contrayente.
Tamara Falcó se encargó de que el ambiente en la cena posterior fuera fabuloso. Como 'wedding planner' escogió las mesas, que fueron distribuidas a lo largo, propiciando la conversación entre los invitados, con sillas de bambú a juego con el estilo de decoración de toda la isla y pequeñas bombillas que invitaban a la intimidad y potenciaban el ambiente romántico. La vegetación también fue parte esencial de la decoración. Las enredaderas trepaban a sus anchas, y los centros de mesa, con exuberantes flores de la zona, engalanaban esa propicia noche para el amor.
La cena fue ligera, lo que se espera de unos platos que son servidos en el mar Caribe. Una vichyssoise, una langosta y un guiso de arroz con mariscos, un plato tradicional de la cocina caribeña. El final más dulce lo puso la impresionante tarta de tres pisos que cerró el banquete.
Fue una boda con todos los ingredientes para pasar a la historia de los grandes enlaces. Un libro que Ana Boyer y Fernando Verdasco escriben con esmerada caligrafía.