“Fui lo que quise y quise lo que fui”. Jaime de Mora y Aragón se despidió de este mundo que tanto había disfrutado con una frase lapidaria de esas que él acostumbraba a marcarse mientras daba caladas a su puro en la terraza del Marbella Club. Para el aristócrata, esta ciudad de la Costa del Sol fue su refugio, su ilusión, su negocio y, sí, también su Tierra Prometida. Él, junto a personalidades como Gunilla Von Bismark y Olivia Valere definieron un momento histórico muy concreto: la Marbella dorada de los años 70 y 80. 

Las fiestas no tenían fin y los rostros de quienes participaban en ellas brillaban por el aceite, el sudor y la alegría. Un cóctel explosivo que acabó por romperse a mediados de los noventa. Fue el fin del delirio marbellí. Y, quizás, parte del origen de este triste final, lo encontramos en la muerte de Jaime, uno de sus grandes baluartes. De Mora y Aragón fue buscavidas, dandy, actor y hermano de reina. Pero, por encima de todo, Jaime fue noche y fue Marbella, y sin ellas él no habría sido el mismo; al igual que la historia de la ciudad también habría sido del todo distinta. 

Fabiola y Jaime, los hermanos más diferentes

Jimmy, como le conocían en su entorno más cercano, nació el 19 de julio de 1925 en uno de los lugares más privilegiados de Madrid, el palacio de Zurbano; donde ahora se encuentra una de las sedes del Ministerio de Transportes y Movilidad. Ahí vivían los marqueses Casa de Riera junto a sus 6 hijos, entre los que se encontraban el embaucador de Jaime y la angelical Fabiola. Dos hermanos tan contrarios que parecían escritos por un guionista de series de los años 90. Él, vividor, divertido, charlatán, escandaloso, juerguista; ella, introspectiva, discreta y tímida. Él, rey de la noche. Ella, reina de Bélgica. 

Jaime de Mora trabajó de todo y era conocido por todos. Entre las múltiples profesiones que se adjudicaba (y le adjudicaban) la de actor, barman, taxista, estibador, mancebo en una farmacia o perito mercantil. Había estudiado en la universidad, como le correspondía a un jovencito de su rango, y salió de ella no con una carrera, sino con dos: Derecho y Psicología. 

Cuando su hermana se prometió con, nada menos, el rey de los belgas. El buscavidas de Jimmy encontró una vía de dinero fácil. ¿Cómo? Vendiendo todos los secretos de Fabiola. “Tenía mucha gracia y era un vividor fantástico. Nos abrió a Jesús Hermida y a mí su casa de Madrid mientras Fabiola estaba anunciando su boda en Bruselas. En la mesilla de noche descubrimos el diario de su hermana y nos lo llevamos a cambio de pagarle. Cuando Fabiola se enteró, montó la de dios. Tuvimos que devolver el diario. Aquello no se lo perdonó nunca a Jaime", recordaba Jaime Peñafiel para El Mundo.

fabiola de belgica
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No le importó lo más mínimo hacer negocio con la privacidad de su propia hermana. Pero a ella sí que le importó ¡Y mucho! Cuando descubrió las intenciones de su hermano, le dejó sin invitación a la boda. “La tuvo que ver desde la televisión, en la casa de una amiga”, añade el veterano periodista. Jimmy no presenció este momento clave y aquella mala ocurrencia le valió su enemistad con ella (casi) de por vida. Fabiola solo logró perdonarle cuando el ocaso de este estuvo cerca, a pocos meses de su muerte. 

Las bodas de Jaime de Mora y Aragón

Pero regresemos a los años sesenta. En esa época, Jaime se convierte en una efervescente personalidad del faranduleo patrio. Nadie tiene muy claro qué hace, pero lo cierto es que es imprescindible allá donde se esté gestando un buen sarao; como por ejemplo lo fue la primera boda de Marisol, de la que el noble sentenció: “la iglesia parecía un supermercado”. 

jaime de mora margit
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Y, hablando de bodas, él también se casó. Varias veces, de hecho. Su primera mujer fue la actriz mexicana Rosita Arenas, con quien se prometió de manera atropellada al poco de conocerla y de la que se divorció de idéntica manera. Tres meses le duró el matrimonio. Con la que fue bastante más ‘consistente’ (a su manera, claro) fue con la modelo sueca Margit Ohlson. Ella sería la mujer de su vida y con la que compartiría los momentos más felices. Se casaron un total de tres ocasiones y se separaron otras tantas. 

Se conocieron en una boda, en Roma. Y acabaron haciendo honor a uno de los mayores refranes de nuestro país: de una boda, sale otra. “Nos pasamos toda la noche hablando. Fue increíblemente entretenido. Nos reímos y nos divertimos muchísimo. A partir de ese momento fuimos más o menos inseparables”, contaba hace unos años la propia Margit a un medio de su país.

Así fue la Marbella de Jaime de Mora

Pero no es hasta 1969 cuando Jaime de Mora conoce al verdadero amor de su vida: Marbella. El noble viaja hasta la Costa del Sol, animado por un buen amigo y el hombre que transformó el pueblo costero en el lugar de peregrinación de toda la gente guapa. Alfonso de Hohenlohe acababa de fundar el mítico Marbella Club y animaba a Jimmy a que pasara con él el verano. Y no solo se quedó ese estío, el aristócrata se volvió en una de las personas imprescindibles de la ciudad y fundó su propia discoteca, un piano bar llamado Fuentes del Rodeo. 

Música, risas y humo. Cada noche era la misma y, a la vez, era única. Una fantasía que sentían que no volvería a repetirse, aunque lo cierto es que todo volvería a empezar 24 horas más tarde. Sus protagonistas, entregados a la causa, se daban en cuerpo y alma a la celebración; y ahí, puntuales a su cita con la fiesta, estaban los de siempre, Gunilla, Luis Ortiz y Los Chorys… Después vendrían más, como Mila Ximénez, Pitita Ridruejo, o Naty Abascal.

La vida era dulce. Él se convirtió en uno de los adalides de Marbella y sus múltiples contactos le llevaron a ejercer de intermediario con algunas de las grandes estrellas que acababan recalando en este paraíso que, hasta hacía dos días y medio, solo le correspondía a los pescadores. Gracias a él, actrices de Hollywood como Elisabeth Taylor se broncearon en su costa o multimillonarios como Adnan Khashoggi se dejaban auténticas fortunas en la ciudad. 

jaime de mora gunilla
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Jaime de Mora era Marbella, y Marbella era Jaime de Mora. De ahí que no es de extrañar que hasta se imaginara como alcalde de la ciudad. En 1976 dijo: “El año que viene presento mi candidatura para alcalde”, aunque, finalmente, aquello quedó en un farol más del fanfarrón Jaime, que vio que aquello de la política podía resultar más duro de lo que imaginaba… 

Lo cierto es que se adelantó a su tiempo. ¿Un rostro popular, dirigiendo una ciudad? En los años 90, Jesús Gil, el hombre que puso cara a la España del pelotazo inmobiliario, acabó convirtiéndose en el alcalde de Marbella. Y, como no podía ser de otro modo, le dio un cargo a Jaime de Mora en su Ayuntamiento: como jefe de protocolo. De esta manera, el presidente del Atlético de Madrid luchaba para no perder el esplendor del pasado, tratando de incorporarlo a la nueva visión que él tenía de Marbella. Pero poco se pudo hacer, las estrellas empezaron a interesarse por otros destinos, el perfil del público cambió por completo y las fiestas dejaron de ser tan divertidas. 

Jaime de Mora, en el ayuntamiento marbellí

La última etapa de la vida de Jaime de Mora la recordaba dulce y serena. “Adoro mi casa. Toco el piano. Escribo versos. Escucho música. Juego con mis perros. Contemplo con gusto mis olivares y mis viñedos. Duermo cinco horas. Echo la siesta entre dos y tres horas. No tengo ningún plato preferido. Me gusta tomar leche de cabra, pero más todavía el café con mucho azúcar. Tengo barriga y barba. Creo en Dios. Evito el estrés. Gano mi dinero con mi discoteca. Me siento más cerca de las personas sencillas que de los ricos complicados. Quiero a mi mujer. Por amor a ella no bebo más alcohol”, dijo en su día a la revista Blanco y Negro. 

jaime de mora
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Jaime de Mora y Aragón murió en 1995 a los 70 años. A su entierro fue, literalmente, todo el mundo. “Mi tío tenía amigos en todas partes”, recordaría años más tarde Fernando Ojeda, su sobrino nieto. El coche fúnebre fue escoltado por 30 moteros y, en la iglesia, sonó ‘Cuando un amigo se va’. Todo se hizo como él había dispuesto. Su último adiós fue, como él era, ostentoso, ruidoso y tremendamente excesivo.