Del brazo del novio, Pablo de Grecia, la novia parecía diminuta. Apenas una niña. Federica de Hannover, a sus 20 años, suplía su escasez de centímetros de altura con un carácter decidido, activo y dominante. Los británicos la apodaron la ‘queenie’, la reina pequeñita; pero la historia que guarda la que una vez fue soberana de todos los griegos, es de todo menos escueta.
Reina por casamiento, princesa por nacimiento. Hija del duque Ernesto Augusto II de Brunswick y de la princesa Victoria Luisa de Prusia, nació en Blankenburg (Alemania). Su lengua materna fue el alemán, pero pronto aprendió a manejarse en inglés e italiano; debido a los internados en los que pasaría la mayor parte de una infancia exiliada.
La infancia solitaria de Federica de Hannover
La I Guerra Mundial obligó a toda la familia a emigrar de Alemania a Austria y Freddie, como la llamaban sus cuatro hermanos, empezó a llevar una vida de lo más solitaria y nómada. A pesar de ser parte de una familia numerosa, lo cierto es que siempre se sintió sola. Apenas tenía amistades y su gran consuelo era el pony en el que montaba durante largas horas. Estas circunstancias la llevaron a desarrollar el carácter que marcó su forma de ser de adulta y que acabaría heredando, de manera involuntaria, su descendiente mayor, Sofía.
Entonces, lo normal para una jovencita de las características de Federica, era estudiar en prestigiosos centros internacionales, que la apartaron de su familia y donde tampoco estableció lazos íntimos con sus compañeras. Primero acudió al North Foreland Lodge School para, a continuación, con solo diez años ser instruida en uno de los centros para ‘señoritas’ de mayor prestigio de Europa, ubicado en Florencia y que prestaba gran atención a la formación en artes de sus alumnas. Fue entonces cuando conoció a Pablo de Grecia, el hombre con el que, tras cruzar unas miradas, acabó lócamente enamorada a pesar de ser solo una adolescente.
Federica, Pablo, Sofía e Irene de Grecia
De aquel encuentro en Italia, la adolescente Freddie lo recordaba absolutamente todo. En sus memorias, detallaba cómo habían sido esas horas juntos, en las que quedó prendada del príncipe que le sacaba 16 años. A decir verdad, lo cierto es que no eran ningunos extraños, puesto que Pablo era primo segundo suyo.
Una novia de solo 20 años
A pesar de que fue instruida en una educación británica y en la religión luterana; la jovencita Federica vivió el auge del nazismo y de Hitler; que acabó impregnando los pasajes más polémicos de su biografía. “Todos lo hacían” se exculpó años más tarde, desmarcándose de las ideas supremacistas en torno a las cuales giraba el movimiento. Le llevó décadas resarcirse de esa equivocación de juventud, que, para siempre, pesaría sobre ella como una losa.
Federica no podía olvidar a su primo Pablo. Cada vez era más adulta, y la idea de una ‘buena boda’ era mucho más que una posibilidad en el horizonte. Debía casarse con el hombre correcto y se barajaron varios candidatos para ella, pero a ella le horrorizaba la idea de pasar el resto de su vida con alguien que no fuera ‘su’ griego, con quien había seguido en contacto y del que estaba profundamente enamorada. Y así se lo manifestó a su padre.
Finalmente, en los Juegos Olímpicos de Berlín, del año 1936, se produjo la tan ansiada propuesta de matrimonio: ¿Freddie, quieres casarte conmigo? La alemana había alcanzado, al fin, la gran meta de esta carrera de fondo.
Federica se preparó a conciencia. Tuvo casi dos años para ser la esposa que Pablo I de Grecia necesitaba; pero, además, la futura reina que un pueblo consumido y empobrecido requería. Dejó todo de su vida atrás, incluso, hasta abrazó una nueva religión. Se hizo ortodoxa y aprendió el idioma de su nueva patria a la que abrazó con ilusión y ganas. El 9 de enero de 1938, en Atenas, Federica se convirtió en una mujer casada y, tan solo diez meses más tarde, alumbró a su primera hija, Sofía.
La tiara Prusiana y otras otras joyas de Federica de Hannover
Aquel enero de 1938, la futura reina parecía aún más pequeña debajo de la doble corona que portaba en su ‘sí, quiero’. Federica llevó una espectacular tiara de diamantes, que había pertenecido a la madre de Pablo, Sofía, y, además, usó la ‘corona nupcial’ de los Hannover. Doble tradición en un cuerpo de apenas metro y medio.
Sofía, con la tiara Prusiana
Federica tuvo uno de los joyeros más impresionantes de la realeza, obtenido a través de su herencia Hannover así como a la Griega. Una impresionante colección de piezas que, a su muerte, fue heredada por sus tres hijos. De hecho, una de las coronas más icónicas de la historia de nuestra monarquía tiene su origen en su joyero. La tiara Prusiana, con la que se casó doña Sofía y que posteriormente llevó Letizia en su enlace con Felipe VI, es una de ellas.
Esta tiara, la ‘corona de las bodas’, está hecha en platino y diamantes, y, en el centro, lleva un brillante de gran tamaño que la hace aún más impresionante todavía. La colección de joyas de Federica abarca tanto adornos para la cabeza, como colgantes, pulseras o anillos. Piezas que su hija mayor ha empleado en multitud de ocasiones y de las que su menor, Irene, no quiere saber absolutamente nada. Otra gran ‘beneficiaria’ de esta dote ha sido Ana María, casada con Constantino, el único hijo varón que tuvo la alemana. Tasar todo este repertorio de alhajas sería imposible, puesto que posee un valor inigualable; tanto por el aspecto económico como por el histórico.
Vida humilde en el exilio y ascenso al trono
Federica y Pablo formaron una familia numerosa fantástica junto a sus tres hijos, Sofía, Constantino e Irene. Los dos reyes se amaban profundamente, de hecho, se ha dicho que el verdadero desvelo de ella era su marido, por encima de sus hijos. Con el inicio de la II Guerra Mundial y por el polémico pasado de la alemana, toda la familia emigró; primero vivieron en Creta, después en Ciudad del Cabo (Sudáfrica) y, por último, en El Cairo (Egipto). Entonces llevaron vidas humildes y sin ningún privilegio. Sin duda, fueron los peores años para estos tres pequeños con consideración de príncipes pero con los zapatos rotos.
En septiembre de 1946 todos pudieron regresar de nuevo a su hogar. Jorge II accedía al trono y ellos se convertían en los príncipes herederos; un cargo que ocuparon solo por unos meses, puesto que en abril de 1947 el monarca falleció y ellos se convirtieron en los nuevos reyes de Grecia. Entonces empezó el momento del cambio de Federica. La consorte debía enmendar su polémico pasado y se volcó con los más necesitados. Hizo esfuerzos titánicos para ayudar a las familias sin recursos que, en plena posguerra, eran incontables. Se centró en las mujeres y en los niños sin hogar, creando orfanatos e instituciones que protegiesen a los mayores damnificados de la gran guerra. A menudo, para realizar estas acciones, la acompañaban sus propios hijos. Para ella era importante mostrarles cuál era el verdadero deber de un rey.
La reina casamentera: así se ideó el barco del amor
Sus hijos iban creciendo y, para la controladora Federica, esto significaba una cosa: buscarles buenas parejas. Ideó entonces un plan que le valió el título de la ‘casamentera real’. En 1954, la reina hizo zarpar un crucero, el Agamenon, con lo mejor de cada casa real. La idea era limar viejas asperezas tras la II Guerra Mundial y, además, empujar el turismo griego. ¿El objetivo subyacente que tenía la instigadora Federica? Que se formaran parejas entre la flor y nata de las monarquías europeas. Sus hijos, como no podía ser de otro modo, fueron los primeros en cruzar la pasarela.
Federica con sus hijos Sofía y Constantino de Grecia
En aquel majestuoso barco viajaba desde Harald de Noruega, pasando por Simeón de Bulgaria y, sí, Juan Carlos I de España. Pero, pese a lo que todos podíamos pensar, el idilio entre el príncipe español y Sofía no se dio en alta mar, de hecho, la princesa le hacía ‘ojitos’ al heredero noruego; y, se dice, que Juan Carlos se los ponía a Irene de Grecia.
La han tachado de manipuladora y de obsesiva por el control. Los grandes detractores de la monarquía helena empezaron a criticar su forma de vida y la atacaron aludiendo al enorme gasto que suponía mantener a la familia real. En 1964, Pablo I de Grecia fallece y Federica enviuda. Se convierte entonces en reina madre, cuando su hijo Constantino sube al trono.
El clima era tenso entre los griegos y tener a un rey joven e inexperto, no ayudaba a tranquilizar los ánimos. Los detractores de la monarquía consideraron que el monarca no tomaba sus propias decisiones y que era su temperamental madre quien estaba detrás de estas. Todo esto sirvió que alimentar la situación de descontento del pueblo con la monarquía y, finalmente, en 1967, toda la familia real tuvo que huir de Grecia tras el llamado ‘golpe de los coroneles’; que devolvió al país a la república.
Los consejos matrimoniales de Federica de Hannover a su hija, la reina Sofía
Empezó entonces una nueva vida en el exilio para Federica. La reina ya tenía casados a dos de sus hijos; Sofía era princesa de España a raíz de su matrimonio con Juan Carlos I y, el día de mañana, llegaría a ser reina. Su hijo Constantino también había encontrado el amor al lado de Ana María de Dinamarca, y juntos formarían una gran y unida familia. Solo quedaba Irene, que se convirtió en su gran apoyo y con la que recorrería mundo. Roma, Londres, Madrás… en la India, madre e hija encontraron una nueva manera de servir a los demás y se volvieron a entregar a las causas solidarias. Además, el espíritu místico que rodeaba al país, hacía sentir muy bien a Federica, que siempre había tenido muy desarrollada esta vena esotérica, y que después heredaría su hija Sofía. Cuando falleció su marido, sentía que este se comunicaba desde el más allá y continuaba ofreciéndole consejo.
Hasta el final de sus días, Federica fue una reina nómada. No quería instalarse en Zarzuela, donde pasaba algunas temporadas, pero sin fijar de manera oficial su residencia. En parte, lo hacía para evitar que se repitiera todo el escándalo que tuvo lugar cuando reinó Constantino. Pero siguió aconsejando a sus hijos. En concreto, a Sofía le recomendaba que perdonara las infidelidades de su marido, “una reina no se divorcia”, le recordaba. Ella, que siempre había tenido un fuerte carácter y determinación; aconsejaba a su heredera silencio y aguante. Y le hizo caso. Por muy grande que fuera el escándalo protagonizado por el rey, ella siempre calló y sonrió.
La inesperada muerte de Federica de Hannover
En una de esas estancias madrileñas que realizaba Federica de Hannover, la mini reina había fijado una operación estética que llevaba tiempo queriéndose realizar. Es el 6 de febrero de 1981 y la madre de doña Sofía tenía cita en una prestigiosa clínica para retocarse los párpados. En principio, era una intervención sencilla, hasta el punto que su hija y sus nietas se habían marchado a esquiar, en vista de que todo estaba bajo control. Le habían dado todas las garantías y toda la tranquilidad, por lo que Federica las animó a realizar esa escapada a Baqueira.
Todo salió como estaba previsto. La intervención, que requería de anestesia general, fue calificada de "éxito"; pero el auténtico problema llegó en la reanimación. Federica de Grecia sufrió un infarto masivo ante el que nada se pudo hacer. La madre de Sofía, Constantino e Irene fallecía de manera prematura a los 63 años y dejaba tras ella a una enorme herencia que abarcó mucho más que su colección de imponentes joyas. Su esencia continúa más viva que nunca en su gran herdera, su hija Sofía.