Cuando la infanta Cristina e Iñaki Urdangarin se hicieron con una de las parcelas más grandes de Pedralbes, nunca hubieran augurado el destino fatal que les sobrevendría. Era el año 2004 y llevaban siete de casados. El epílogo de una boda para el recuerdo que se celebró en Barcelona. En la imponente catedral de Santa Eulalia, para precisar, y en un 4 de octubre de 1997 para el recuerdo en el que el romanticismo triunfó. El pistoletazo de salida a una vida en común, que quisieron compartir en una de las zonas más exclusivas de la ciudad condal.
Y es que ese hogar que construyeron -además de forma literal- significaba mucho más que el comienzo de su etapa familiar. De hecho, ya la habían comenzado, pues para cuando se mudaron a este lujoso inmueble ya habían nacido sus tres primeros hijos. Juan, Pablo y Miguel. Solo faltaba Irene por llegar, y lo haría en el espacio que siempre soñaron. El que reflejaba las ambiciones de una pareja que tan pronto fue todo como se convirtió en la absoluta nada.
Pero ellos no lo sabían, y felices entraban y salían de aquel imponente palacete que se servía como la demostración de que lo de Iñaki con Cristina no era el capricho de vivir de la Familia Real. Hacerse con una vivienda de estas características era la viva prueba de que el jugador de balonmano se había labrado un futuro por sí mismo. Para él, para su esposa y para sus vástagos. También la infanta, que por aquellas trabajaba en La Caixa. El caso es que el dinero no les faltaba y querían vivir de la mejor manera. Así fue como, tras descartar un dúplex de 400 metros y un chalé a las afueras, se quedaron con el palacete 'maldito'.
Maldito, por aquello de que en el tiempo en el que allí convivieron pasaron de la etapa más afable a la hecatombe que supuso el final de su matrimonio. No, la suya no fue una separación al uso, y mucho menos en el histórico de la monarquía. Todo lo que fue ya no es, aunque los curiosos que paseen por la zona alta barcelonesa sigan pudiendo observar la fachada de tan grandiosa mansión. La carcasa de un lugar al alcance de pocos que costó 6 millones de euros.
Un exterior moderno y con piscina digna de hotel
Lo cierto es que, como era de esperar, ni siquiera hacía falta entrar por la puerta de la propia casa para darse cuenta de que este no era un enclave cualquiera. No es de extrañar que quedasen completamente obnubilados al descubrir este terreno de 2.145 metros cuadrados, aunque de la vivienda original poco quedó. Y eso que era un palacete construido por el arquitecto Vilallonga en 1952, pero optaron por demolerlo prácticamente todo. En su defecto, un estilo moderno que derrochaba exclusividad por doquier.
Ni las cristaleras del siglo XX ni el suelo de parqué que adornaban el antiguo edificio -que en realidad eran dos casas apareadas- se mantuvieron tras la reforma, que costó otros casi 4 millones. Hasta la forma de la piscina cambió radicalmente, aunque la remodelación la convirtió en una de esas que son dignas de un hotel cinco estrellas. Con agua de mar, además. El lugar idóneo para tomar el sol y refrescarse en el estío. Un oasis entre los cerca de 1.300 metros cuadrados de jardín.
Porque no, no le faltó a los hijos de la pareja ducal el espacio para corretear. Extensísimas zonas verdes rodeaban la casa propiamente dicha, con todo tipo de árboles -entre ellos pinos, acacias o cipreses, aunque antes de la compra había muchos más- e incluso un columpio. En resumidas cuentas, un microbosque en medio de la metrópolis, pero protegido de las miradas de los vecinos con una cuidada y perfectamente podada hilera de setos.
Interior de diseño y con las mejores calidades
Estaba claro que una vivienda de estas características tampoco iba a ser menos en el interior, con 622 metros edificados. Estancias que, en general, quedan reservadas para la intimidad de los antiguos duques de Palma y sus hijos, aunque en el momento en el que salió a la venta terminaron por difundirse algunas de ellas.
Y es que sí, la casa se vendió. De hecho, se malvendió. La cuestión es que ponerla a disposición de los interesados permitió conocer cómo era por dentro un lugar ya emblemático en la historia de tan mediática pareja. Un deleite para los curiosos ver cómo en su salón -más bien uno de ellos, porque la superficie habitable alcanza para otros tantos- imperaban los tonos crudos. En las paredes, las estanterías y los dos sofás y los sillones que presidían el espacio por entonces.
Con suelo de parqué, zona con mesa central y dos pufs en color negro, alfombra gris y algunas lámparas decorativas de diseño. Nada mejor para tomarse un respiro en la comodidad de una sala que combina confort hogareño con vanguardia. Algo que también sucedía con la cocina, con mobiliario blanco, amplia zona de despensa, y la particularidad de una isla central metalizada -con zona inferior para almacenaje-, a conjunto con las lámparas colgantes.
De nuevo, la muestra de unos elementos y materiales de primera calidad. Fuese en la primera, en la segunda o en la tercera planta. Todas ellas comunicadas por un ascensor y dos escaleras: una en el interior y otra en el exterior. Lo anterior, además de contar con chimenea, tres plazas de aparcamiento, una bodega y el necesario sistema de seguridad para evitar disgustos.
Es evidente que no mentía la oferta que anunciaba esta casa como una "villa de lujo en la zona más prestigiosa de Barcelona". La que la situaba en "una zona muy aislada, que permite la máxima confidencialidad". Lo era, y aunque con la infanta y Urdangarin ya salpicados por el escándalo del Caso Nóos, la ofertaban por nada más y nada menos que 9.800.000 euros. La venta se cerró el 16 de junio de 2015 por 6.900.000. Mucho menos de lo esperado, pero debía firmarse cuanto antes. Los fondos generados sirvieron, además de para liquidar la hipoteca, para cubrir la fianza civil de 16,1 millones que el juzgado de Palma impuso al matrimonio. La crónica de un final amargo para el lugar que pretendió ser remanso de dulzura.