En 1992, un adolescente Fran Rivera posaba su mirada descarada en una duquesa. Eugenia Martínez de Irujo no quería ir a aquella tarde de toros, pero la habían convencido. Le apetecía entre cero y nada pasar el día metida en un tentadero, pero cuando el torerito le dirigió aquella sonrisa a la hija de la Duquesa de Alba se le estremeció el cuerpo.
Seis años más tarde –y una ruptura de por medio- aquellos jovencísimos novios se daban el ‘sí, quiero’ en una de las bodas más recordadas de la crónica social; puesto que emparentaban dos de las familias más destacadas de las revistas, por un lado los Fitz-James Stuart y, por otro, los Rivera Ordóñez Dominguín. Auténtico lujo ibérico.
Una ruptura antes de la boda
Aquel año, Eugenia y Fran daban sus primeros pasos en el amor, y en 1993, su relación estaba más que consolidada. Él tenía 18, ella, 24. Se les veía siempre juntos. La duquesa de Montoro, que entonces vivía en Sevilla, donde regentaba un negocio de moda, hacía todo lo posible por acompañar a su chico a sus tardes de toreo, y él, embelesado, le dedicaba sus verónicas. Pero quizás la juventud les pasó factura, puesto que dos años más tarde rompieron el noviazgo.
Tuvieron otras parejas, él con otras niñas bien; ella, con otros toreros; pero parecían seguir predestinados el uno para el otro. En 1996 volvían a reencontrarse. De aquella nueva oportunidad surgió un ‘para toda la vida’ que no lo fue, pero que nos dejó una de las bodas de mayor relumbrón del último cuarto de siglo.
Sevilla era una fiesta
Fue (casi) una boda real. Un concepto que el público manejaba a la perfección puesto que hacía muy poco habíamos vivido dos enlaces por todo lo alto; en 1995, el de la infanta Elena y Jaime de Marichalar; y, en 1997, Cristina e Iñaki Urdangarin. Aquella que tuvo lugar un 23 de octubre de 1998 en la catedral de Sevilla no tenía absolutamente nada que envidiarles.
Se invitó a todo el mundo. Dos mil asistentes bregando por ver a la menuda novia que llevaba sobre su cabeza una de las piezas de mayor valor histórico del joyero de la Casa de Alba.
Las familias de ambos contrayentes no cabían en sí de gozo, así que no repararon en gastos. Deseaban celebrar con todos esta importante unión. La mezcla de dos de los clanes mediáticos más importantes. Por un lado, la madrina, Carmina Ordóñez estaba exultante por emparentar con la aristocracia; una ilusión que también jugaba en la otra dirección. Y es que si entusiasmo mostraba la parte torera, la otra no se quedaba atrás. Cayetana se sentía inmensamente feliz de ver a su hija dando el ‘sí, quiero’ por amor a un matador, “ella pudo hacer lo que a mí nunca me dejaron”, dejó escrito en sus memorias. Además, esta Grande de España sentía debilidad por el novio de su hija, a quien adoraba y siempre defendía. Algo que haría hasta cuando se recrudeció el conflicto Eugenia-Fran después de su divorcio.
Euegnia Martínez de Irujo, novia medieval
No se escatimó en absolutamente nada, tampoco en el vestido de la novia. Eugenia Martínez de Irujo se vistió de princesa medieval para su gran día. Un diseño de Emanuel Ungaro para el que la hija de Cayetana aportó su personalísima visión sobre la moda. Una pieza romántica creada en satén, con pequeños detalles de encaje y un favorecedor escote a la caja, que marcó tendencia. La pieza se realizó, en exclusiva para la aristócrata, en el taller de París del diseñador francés, discípulo de Cristóbal Balenciaga. “De él heredó el interés por la limpieza arquitectónica de los diseños, algo que se observa en este vestido, una pieza de alta costura impecable tan solo decorada con un fino bordado de pedrería que recorre y sujeta el escote y se une en la espalda, construyendo así la silueta”, dejó escrito, hace solo unos meses, Carlos Sánchez de Medina, historiador especializado en indumentaria y moda.
Pero quizás, lo más llamativo del look nupcial de Eugenia no era el vestido sino su tocado y la corona con la que caminó hacia el altar. “También nos recuerda al mundo medieval la colocación de la mantilla bajo la corona, a la manera de los velos entre los siglos XIII y XV. La tiara fue una de las grandes protagonistas del evento, una pieza familiar vinculada a la emperatriz Eugenia y que fue elegida por el propio diseñador de entre dos opciones”.
Pero detengámonos en la joya que coronaba el estilismo. Como bien indica el experto en historia de la moda, Eugenia abrió el joyero de la Casa de Alba para escoger una de las piezas más destacadas del mismo, la tiara imperial que perteneció a Eugenia de Montijo, una de las figuras más ilustres de nuestra historia que llegó a convertirse en emperatriz de los franceses, para terminar sus días exiliada en Reino Unido, anhelando su tierra, y destrozada por las muertes de su marido y de su hijo. De ahí que fuera llamativo que Eugenia empleara una pieza tan asociada a un personaje sinónimo de desgracia para uno de sus días más felices. Algo que muchos interpretaron como un verdadero mal augurio…
El aviso de Carmina a su hijo: "huye"
El 23 de octubre, el novio se sacudía los nervios. Horas antes, su madre había tenido una conversación muy seria con él. La propia Carmina Ordoñez, a pesar de lo feliz que estaba de emparentar con la aristocracia española, creía que su hijo era demasiado joven para un compromiso como ese. Ella también se había casado siendo una veinteañera. “Esto no va a funcionar”, vaticinó ‘la Divina’. Con los años, Fran ha hecho pública esta conversación privada en la que su propia madre le recomendó acabar con los planes de boda. “Coge a estos amigos, que te quieren de verdad, os montáis en un coche y os vais. No te cases mañana”, le recomendó. “Mi madre sabía que todo era muy precipitado y que no estábamos preparados para esto”, le contó el propio Fran a Anne Igartiburu. Carmina, casi futuróloga, iba más allá, “Eugenia no es amor de tu vida. Esto no va a durar”. La propia Ordoñez Dominguín se ofreció a quedarse y a ‘dar la cara’ al día siguiente si su hijo finalmente daba plantón. “En un mes se ha olvidado esto”, le prometió. Pero Fran no lo hizo. El torero cogió el toro por los cuernos, y, de lo más puntual, se personó del brazo de su madre el día fijado en las 1.500 invitaciones distribuidas.
Belén Esteban, la infanta Elena y Rocío Jurado, entre los invitados
Fue una de las bodas más multitudinarias que se recuerdan y con más famoso por metro cuadrado. En la catedral sevillana se congregaron desde grandes nombres del toreo, como Jesulín de Ubrique (del brazo de una tímida Belén Esteban), Manuel Díaz y Vicky Martín Berrocal, o Ortega Cano y Rocío Jurado, a miembros de la realeza como la infanta Elena y su entonces marido, sin olvidarnos de primeras figuras del mundo de las artes como Raphael y Natalia Figueroa, María Jiménez o parte de los Dominguín encabezados por Miguel Bosé y su madre Lucía Bosé. Absolutamente todo aquel que era alguien en la España de 1998 había recibido su invitación lacrada.
Por la catedral desfilaron chaqués y mantillas. Muchas mantillas. De hecho, se pidió a las invitada que acudieran con la peina y el velo, pero atendiendo únicamente a tres colores de lo más discretos: el negro, el blanco y el beige. ¿Qué color se puso la madrina? El azul eléctrico, a juego con su impactante vestido que la convirtió en la verdadera protagonista del día. La hija y nieta de toreros siempre llamaba la atención pero aquella mañana de otoño costaba mucho no perderse en ella y acabar obviando al resto. Incluso a la propia novia.
La invitada incómoda: Mar Flores
Si la madrina acaparó la atención, al padrino le ocurrió tres cuartas partes de lo mismo. Cayetano Martínez de Irujo se vistió de maestrante para acompañar a su hermana en la calesa que debía llevarles hasta la puerta de la catedral. Su look fue llamativo, pero más ‘ohes’ despertó la presencia de su entonces pareja, Mar Flores. La ex modelo lucía un traje de chaqueta de John Galliano en tonos celestes y obviaba de principio a fin la incomodidad que le provocaba a su suegra. La duquesa de Alba, especialmente tolerante con las parejas de sus hijos, no podía con la modelo y actriz. Pero la madrileña sentía que debía estar en una cita como esa, así que desoyó recomendaciones y dio un golpe sobre la mesa. De esta manera defendía su puesto dentro de la Casa de Alba como novia del duque de Arjona.
Durante la ceremonia, que fue retransmitida por la cadena pública, como si un enlace de estado se tratase, vimos asomar las sonrisas ilusionadas de los contrayentes, los ojos brillantes y los rostros de ilusión de sus familias. Tras el ‘sí, quiero’, los novios marcharon a hacerse las consabidas fotos para el álbum (en este caso para una revista) al palacio de Dueñas, tras lo cual se reunieron con el resto de invitados en una impresionante celebración que tuvo lugar en La Pizana, finca propiedad de la Duquesa de Alba y donde la fiesta duró hasta la madrugada.
La profecía autocumplida de Carmina
Tras una boda como esa, una hija que colmó aún más su felicidad. En 1999, cuando sus padres estaban a punto de cumplir su primer aniversario de casados vino al mundo Tana. El nombre de Cayetana era un doble guiño, por un lado a la madre de Eugenia y, por otro a los hermanos de ambos.
A pesar de aquel brillo de alegría y de entusiasmo, las risas se apagaron pronto. El matrimonio entró en una profunda crisis de la que no lograron salir. Hubo rumores de infidelidades, de diferencias irreconciliables y de incompatibilidad de caracteres. Todo aquel escándalo se saldó con un comunicado en 2002 donde informaron de la disolución del matrimonio de Eugenia y Fran, que, con el tiempo, hasta llegarían a obtener la nulidad matrimonial.
Pasaron años enfrentados. La custodia de su hija en común volvió aún más cruenta la batalla. Los dos reclamaban que la menor viviese con ellos, pero el juez estimó que Tana debía estar con su madre, en Madrid y no con Fran en Sevilla.
Actualmente, tanto Eugenia Martínez de Irujo como Fran Rivera están casados. Ella lo hizo de la manera más divertida posible, con un improvisado ‘sí, quiero’ oficiado por Elvis en Las Vegas en 2017; y, en 2013, Fran contrajo matrimonio con Lourdes Montes, con la que ha tenido otros dos hijos. La primera de sus bodas, la civil, vino a sustituir la leyenda de aquella ‘boda de las mantillas’, para ser sustituida por la ‘boda de las chisteras’. Auténticos hitos nupciales.